Remitente
Estaba
sentado cómodamente en mi silla aterciopelada, escuchando Chopin y disfrutando
del aire frío que te llega por la ventana un viernes a las seis de la mañana.
No podía concentrarme del todo, y eso que había intentado de todo. Me había
hecho mi café, desayuné bien e incluso había hecho la cama y ordenado mi
habitación, pero aun así no podía mantener mi cabeza un segundo en el libro que
tenía que entregar esta misma tarde a las nueve de la noche. Solo tenía dos
palabras en mente: Alfonso y dinero. Estaba escribiendo la historia de un
antepasado que me perseguía día y noche, como un espíritu que buscaba sin
descanso mi ayuda. Solo me dijo aquella noche tres palabras que hasta día de
hoy me persiguen: “Encuentra mi dinero”. No volví a saber más de Alfonso, hasta
que tuve hace algunos meses una pesadilla en la que Alfonso mataba a alguien,
lo enterraba en el jardín de una gran casa y buscaba como loco por todos los
cajones. Supuse que lo que buscaba Alfonso por la estancia era su supuesto
dinero, y aquella noche, en la oscuridad de la habitación de un niño de ocho
años, Alfonso apareció sombrío y tétrico formulando la frase “Encuentra mi
dinero”.
Sonia,
la sirvienta y una gran mujer, no venía a limpiar mi casa hasta las nueve de la
mañana, y siempre empezaba por mi habitación, así que me puse ese intervalo de
tres horas de tiempo para escribir al menos cinco capítulos de una persona que
ni siquiera conocí en vida. ¿Quién era Alfonso? ¿Por qué me pedía a mí que
encontrase su dinero? Como por arte de magia, comenzó a sonar las trece piezas
para piano de Jean Sibelius, una canción enriquecedora, que transportaba mi
mente a mundos mágicos y tenebrosos al mismo tiempo. Comencé a escribir.
Alfonso
era un hombre de mediana edad, que había alcanzado su fortuna por una herencia,
pero lo perdió todo en tan poco tiempo que no tuvo ni un día para disfrutarla.
Todo pasó en un instante, en un aleteo de una mariposa blanca. Su vida dio un
giro de ciento ochenta grados, y él dejó de sonreír, dejó de bailar, y de
componer, solo pensaba en su dinero. Estaba seguro de que alguien se lo había
arrebatado, pero, ¿quién? ¿La condesa de malas pulgas que siempre había envidiado
a su familia? ¿O tal vez alguien del servicio como venganza por haberlo
despedido? Sabía de sobra que él no era el hombre más amable del mundo, de
hecho, todo el mundo le odiaba. Siempre trataba al servicio como la mierda, sus
hijas no querían ni verle, y todos los nobles y condes de la comarca evitaban
invitarlo a los festejos y ceremonias que realizaban semanalmente. ¿Por qué era
tan odiado Alfonso? Tal vez por sus malas contestaciones, por tener tanto
dinero y ser tan avaro que la soberbia lo solapaba, o por ser extremadamente
odioso. Sea como fuere, parece que el único que le tenía cariño era Paulo, su
perro y fiel compañero de vida. Lo cuidaba como a una persona, y lo quería más
que a sus hijas. Él siempre decía que las mujeres eran inútiles, los hombres
sobraban, y los bichos apestaban, pero, en cambio, un perro siempre estaba ahí.
Paulo, su perro, su amigo, su hijo… Fue el día que murió Paulo el mismo día que
Alfonso perdió toda su fortuna, en un abrir y cerrar de ojos, pero, ¿cómo podía
haber pasado semejante cosa? ¿Casualidad? ¿Qué había podido suceder?
Mierda,
mierda y más mierda. Esta historia no es más que una basura. No sé ni siquiera
como Alfonso perdió el dinero, y ya me he inventado que pertenecía a la
nobleza. No puedo entregar esto al editor, no me lo aceptaría. Es inútil que
siga escribiendo algo que ni siquiera a mi me engancha desde un principio.
Tengo que averiguar quién es Alfonso realmente, y por qué perdió su dinero. Y
así fue como me levanté de la silla, cerré mi ordenador, e intenté ordenar mis
ideas. Cerré los ojos, y respiré el aire que salía de mi ventana. El sonido de
los gallos cantando al amanecer recorría mis tímpanos al son de la música, y
entonces fue cuando lo vi. Un destello blanco apareció como por arte de magia
por la ventana. Parpadeé varias veces para cerciorarme de que no estaba
soñando, ni me había quedado dormido por un descuido al sentarme en la cama
frente a la ventana. Ese destello se convirtió en una forma humana. Era
Alfonso, y parecía que tenía una carta en la mano. Me miraba fijamente, con una
expresión neutra y un porte señorial. No paraba de mirarme, y yo por un momento
me asusté. Era él, estaba completamente seguro, pero antes de que pudiera
seguir analizándolo desapareció, dejando la carta en el suelo.
Bajé
las escaleras de mi casa apresuradamente, y salí a la calle como si me fuera la
vida en ello. La carta seguía ahí, sin moverse, y unos metros más a la derecha
había una rosa blanca. Cogí la rosa y la carta y me metí de nuevo en mi casa,
dispuesto a conocer que era lo que Alfonso quería de mí. Abrí la carta con
cuidado de no romperla mientras mis manos temblaban descontroladamente. Comencé
a leer.
Querida
mía, soy yo, Alfonso, tu marido. Sé que me he portado mal durante todos estos
años con la gente, pero cada día sin ti se me hacía más insoportable que el
anterior. Vivía acompañado de Paulo, pero eso no era suficiente para cesar mi
malestar. El día de tu muerte, sentí un pinchazo en el corazón, y realmente
pensaba que me iba contigo al cielo. Lo siento por estar durante tantos años
sin cumplir tus expectativas, pero hacía las cosas con el fin de hacerte feliz,
aunque ese no era el resultado final. Todos mis pensamientos se relacionan
contigo, con tu cuerpo y tus miradas de deseo. Sueño con tus manos tocando las
mías, y tu cabello negro azabache rozando mi hombro cuando nos fundimos en un
abrazo. Siento tanto no haberte podido salvar ni ayudarte, pues ese cáncer te
arrebató de mis manos como un vil asesino. Si hubiera podido encontrar nuestro
dinero, el que nos robaron, habríamos ido al mejor médico, y tal vez te habría
curado, pero no llegué a tiempo. Solo quiero decirte que he descubierto al
miserable que nos robó nuestra fortuna, y ahora está criando malvas. Lo he
matado con mis propias manos, y después lo he enterrado en el jardín, bajo
nuestro sauce. Te echo tanto de menos que esa muerte no ha parado mis ganas de
llorar. Siento escalofríos en el cuerpo cuando no estás, y espero que algún día
puedas perdonarme por no hacerte suficientemente feliz. Pronto estaremos de
nuevo juntos, en el cielo, y enmendaré mis errores.
Siempre
tuyo, Alfonso.
Una
lágrima cayó por mi mejilla. No podía creerme lo que acababa de leer. Ahora lo
recuerdo todo. Todas las historias que me contaba mi padre de pequeño sobre mi
abuelo y su difunta esposa. Miré el remitente de la carta. Mario Alfonso
Faustino Gálvez, y su destinatario: María Isabel Pérez. No podía parar de
llorar, pero saqué fuerzas y comencé a escribir. Y así fue como escribí la
mejor historia de toda mi carrera, un libro cuya moraleja no sería que mi
abuelo fue un asesino, sino que el mayor de todos los asesinos es el cáncer.
Tomé aire, abrí el ordenador, y tecleé “Capítulo I: Remitente”.
A veces, incluso con dinero, pero el tenerlo siempre te ofrece una oportunidad.
ResponderEliminarexacto...
EliminarME ENCANTÓ
ResponderEliminarME ENCANTÓ
ME ENCANTÓ
Mientras leía y sin poder parar me transportaba hacia la atmósfera que describes, hacia todo lo que narras. Desde la imagen del inicio que sugiere tanto, hasta Chopin, el estrés de que se acaba el tiempo para entregar el libro y finalmente, la carta. El desenlace, de lo mejor.
Muchas felicidades y gracias por este relato! Un saludo 🌹
muchísimas gracias!
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