El vendedor ambulante
Parecía que había pasado mucho tiempo desde que no veía la luz del día. En ese momento
observé que enormes nubes blancas formaban una bonita composición que apenas
dejaba ver el azul del cielo, eclipsando el sol en una perfecta mañana nublada.
Hacía la temperatura perfecta, y soplaba el típico aire que te azotaba la cara
suavemente, revitalizándote por dentro.
A
lo lejos vi un banco bajo un robusto roble, y me encaminé hacia allí, dispuesto
a fumarme el cigarro que un médico me había ofrecido amablemente. Recordé que
en mi chaqueta seguía llevando mi viejo mechero de la suerte, que tantas veces
ya había recargado. Ese mechero me lo encontré en este mismo hospital cuando,
hecho un manojo de nervios, esperaba fuera ansioso por el nacimiento de Lucía,
mi nieta. Recuerdo que me fui a un parque cigarro en boca para relajarme, pues
los médicos dijeron que aún quedaban bastantes horas para que la zona dilatase
lo suficiente como para iniciar el parto. Justo en el parque que ahora queda a
mi derecha encontré este mismo mechero tirado en el suelo y me lo guardé,
aunque en ese momento no encendía. Algo me decía que me lo tenía que guardar,
por lo que continué en mi búsqueda de algún viandante que me pudiera dejar
algún mechero. Algunas horas después Lucía nació y ya relajado fui a echarme
otro cigarro, descubriendo que esta vez el mechero si que funcionó. Fue la luz
de Lucía la que prendió el mechero, no sé cómo ni de qué manera, pero no me
cabe ninguna duda.
Me
senté en el banco y comencé a fumar pensando en todo lo que me había pasado
estos últimos años de mi vida. Aún incluso echando la vista atrás nunca me
hubiera podido imaginar todo lo que ha pasado, ni que fuera a acabar en un
hospital durante tantos meses. Sin contar con el tiempo suficiente para
contemplar con cierta afabilidad el escenario y la multitud de flores y árboles
que rodeaban el hospital, los recuerdos irrumpieron en mi mente abruptamente,
abrumándome por la densidad de sus complicaciones y la acritud de su
entendimiento. Hace años que no me sentía así, más concretamente desde la
muerte de mi hija o el pensar que no podría llegar a fin de mes con la niña a
mi cargo.
De
repente, me entraron ganas de volver a tomar mi carro de vendedor ambulante,
lleno de cestos con flores y, como me gustaba decir, otras sorpresas errantes
(que no era otra cosa que bisutería para acompañar a las flores y hacer un
regalo rápido y bonito a tu pareja). Sorprende la cantidad de veces que un
empresario con prisas te compraba un ramo de flores variadas para tener un
detalle. Siempre los que iban con mucha prisa te soltaban el dinero y se iban,
sin esperar las vueltas. Un día uno de ellos me dio cincuenta euros por un ramo
que valía la mitad, y se fue corriendo sin el cambio. Hay muchos tipos de
personas que también compran flores, pero desgraciadamente la mayoría de las
personas únicamente te ven como si fueras un indigente más con, posiblemente,
una venta ilegal que montas por la calle. Es una pena, porque yo no tengo otra
cosa de la que trabajar, pero me gusta mi trabajo y lo hago con mucho gusto y a
mucha honra. No todo el mundo puede decir que está orgulloso de su trabajo. De
todas formas, lo primero es lo primero, y por mucho que quisiese recuperar mi
carrito lo más importante era volver a ver a Lucía, aunque venía a mi planta a
visitarme mínimo una vez a la semana. Ambos tuvimos suerte de que sus tíos se
pudieran encargar de ella mientras yo esperaba horas y horas tumbado en la
misma cama y, aunque con miedo, deseando que me operasen para poder salir de
allí.
¿Saben?
La vida es muy curiosa. Hace unos años me quejaba de ser vendedor ambulante,
porque fue la última opción que me quedaba disponible. Siempre iba con mi gorra
hacia atrás y con la chaqueta más cómoda que tenía en el armario. Salía todos
los días de mi piso en la avenida de la ciudad cerca de la plaza, y arrastraba
el carrito lleno de flores por toda la calzada, pasando por la pizzería
italiana y el café express. Nunca se me va a olvidar el recorrido que hacía y
ahora, a diferencia de lo que pensaba en un principio, iba a echar de menos ese
recorrido. Son las pequeñas cosas las que te llenan y marcan la diferencia de
tus días, como esta en mi caso, o ver la sonrisa de mi nieta Lucía. ¿Quién iba
a imaginar que por una calle peatonal fuera a pasar un coche como una bala y me
atropellase? Nadie. Quizás si hubiera seguido un camino diferente al de siempre
podría haberme salvado de aquel loco conduciendo por la calle, o si me hubiera
pasado a tomar un café cinco minutos a la cafetería que había al lado. El
destino lo marca el tiempo, y las decisiones que tomamos. Sin ir más lejos, el
hecho de que tú estés leyendo la historia de un hombre ya con bastantes años
modifica lo que te va a pasar dentro de cinco minutos, cuando termines esta
historia y la vida te depare otra cosa totalmente distinta.
Y,
para terminar, permíteme reiterar lo curiosa que es la vida. Hace muchos años
mi hija y su marido tuvieron un accidente, dejándome sin más remedio a cargo de
mi hermosa nieta ya que era el único contacto cercano que tenía en el momento,
y cuatro años después tuve un accidente por el que tuve que dejar sin más
remedio a Lucía con sus tíos. Además, yo trabajaba todos los días como vendedor
ambulante tirando de un carro y, debido a que ese accidente me dejó
incapacitado de una pierna en silla de ruedas, ahora será alguien quien tenga
que tirar de mí.
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