La curiosidad mató al gato
Una
niña pequeña caminaba absorta en sus pensamientos, mientras un vacío magnánimo
y un silencio sepulcral la acompañaban. Empezó a escuchar algo que la sacó de
su mente: sus pasos. Examinó sus zapatitos blancos. El broche de pega de su
zapato izquierdo no le sujetaba bien el pie, así que se agachó para
acomodárselo mejor. Tocó sus calcetines blancos de algodón hechos por su
abuela. Sonrió. A pesar de estar rodeada de un vacío inmenso y no ver nada, el
roce de sus calcetines y el tacto de sus zapatitos de charol hicieron que
sintiera la calidez propia de su abuela. Sentía el calor de su casa.
Un
goteo constante de un grifo comenzó a sonar, en el fondo, más cercano de lo que
parecía. La niña alzó la cabeza y vio una luz blanca. La curiosidad pudo con
ella y fue a la luz hipnotizada, como si así fuera a toparse con su luz
interior. Vio una sala, casi cuadrada, de dos metros de altura. De esta emanaba
una luz trasera que provocaba un siniestro contraste formando las tonalidades
que una escala de grises te puede ofrecer.
Antes
de ir a la parte de atrás buscando la entrada, examinó la pared, rugosa. Era
gotelé organizado en un blanco sucio. Tétrico. “Asco” – pensó la niña. Sus
piernas iban solas rodeando la sala; buscando una puerta. La luz la provocaba
un fluorescente que iluminaba tímidamente una puerta completamente blanca,
aunque antigua y con marcas similares a las que podría haber hecho un gato
callejero. Era una puerta lisa, sin cerradura ni picaporte. Estaba
entreabierta. La niña, resuelta, la abrió por completo, escuchando como las
bisagras sin engrasar chirriaban ruidosamente. Miró al suelo, formado por
baldosas de cuarzo. La mayoría de ellas estaban rotas, y los trozos rotos se
encontraban organizados en montones en las esquinas de la sala. El suelo era
asqueroso. Huellas de pisadas que zapatos enormes manchados de barro mojado
dejaron un olor angustioso en toda la fría escena. El suelo terminaba en su
composición con manchas secas de sangre. La niña se estremeció. “Asco” – pensó
de nuevo la niña.
El
fluorescente del techo alumbraba las telarañas mezcladas con socavones de
humedad. El blanco se entrelazaba con el amarillo, y las finas paredes con el
congelado suelo. Era un baño de dos metros de alto y tres metros en proporción
largo-ancho. Una caja que resaltaba más por el aire de putrefacción nefasto que
por el color de su espacio. Justo enfrente de la puerta el grifo de un lavabo
goteaba. Constante y lento. El lavabo se llenaba poco a poco. Iba por la mitad;
una mata de pelos grises teñidos de sangre lo atascaba desde hace varios días.
En el borde del lavabo la superficie de una mano había marcado un contorno
ensangrentado. Sangre y más sangre. La niña volvió a estremecerse.
Se
puso de puntillas para observar su silueta en el espejo roto situado encima del
lavabo. Las grietas deformaban su figura. Su cara se partía en dos; por un
lado, su ojo izquierdo y por otro su ojo derecho. Su boca sonrió, pero en el
espejo solo se veía una mueca de tristeza. La niña del espejo no era ella. La
nueva niña la saludó sin expresar un mínimo gesto de alegría o afecto, y señaló
a su derecha. Nuestra niña giró su cabeza. Solo le quedaba la parte derecha del
baño por explorar. Un recorrido de los mismos pelos que atascaban el lavabo llegaba
desde la puerta hasta el váter empotrado contra la pared en la parte derecha de
la sala. El váter tenía la tapa bajada, pero escondía el mayor secreto de aquel
baño. De dentro venía el olor a putrefacción. La niña caminó muy despacio hasta
ponerse justo enfrente del váter. Levantó la tapa y un río de lágrimas furtivas
comenzó a desbordarse por la cuenca de sus azules ojos.
La
cabeza degollada de su abuela, con la boca semiabierta y los ojos como platos
la miraba inerte. No tenía apenas pelo, pero si tenía sangre. Sangre y más
sangre. Su cara magullada pasaba inadvertida por sus ojos. Su mirada vacía,
sorprendida, imperturbable. Su boca entreabierta. Su cabeza encajada en le
váter. Demoledor. Angustioso.
Solo
lloraba. Cada vez que recordaba la mirada de su abuela el llanto ahogaba más su
cuerpo, y la ansiedad le robaba su niñez. Un gato entró en escena, y ella
empezó a entender por qué la curiosidad mataba al gato. El gato era la vida
siendo ahogada por la muerte; la curiosidad era la niña personificada. Ella
dejó de pensar, porque su abuela fue, y la niña ya no era.
Esa
misma niña se hacía mayor, y poco a poco iban cambiando varias cosas de su
vida. Cambió las gominolas por los órganos, ir a los columpios a jugar por ir
al laboratorio a trabajar, y sus sueños de ser actriz por estudiar medicina y
sacarse la licenciatura en Ciencias Forenses. Desde que era muy pequeña tenía
pesadillas que no la dejaban dormir, aunque siempre tenían un ligero contacto
con la realidad. La pesadilla de su abuela no se cumplió fielmente, aunque sí
que murió en un baño. El baño de su sueño era el mismo que el de la casa vieja
de su abuela, y le dio un infarto justo sentada en la taza del váter. No había
sangre, pero si algunos azulejos rotos, pelos en el lavabo y su abuela muerta
en el váter, aunque esta vez de cuerpo entero. En el momento en que vio a su
abuela muerta a los doce años cogió su trauma y le dio una vuelta de 180
grados. La niña ya era una mujer, y en lugar de pensar en toda la mierda que le
rondaba la cabeza una vez se encontró a su abuela fallecida, cogió el miedo, lo
abofeteó y se acostumbró a ver muertos y realizar autopsias. Esto no era lo
peor que le había pasado ya que una vez tuvo una pesadilla de un bosque, aunque
no tenía ningún tipo de relación con la realidad. Muchas veces la distorsión
perturbada de las pesadillas no se corresponde con la realidad, pero en esta
también la curiosidad mató al gato…
Oscuridad
llena de pensamientos guían a una niña de diez años por un frondoso bosque.
Observa cada minucioso detalle a su alrededor. Árboles altos arraigados al
suelo con raíces fuertes. Las hojas otoñales se despiden dejando una estela
sombría. No hay camino alguno visible, solo tierra seca y hojas rotas. El
bosque y ella. No hay cielo. Hay luz tenue similar a la luz de la luna. La luz
no tiene fuente de entrada, pero le da la visión necesaria para distinguir por
donde pasa.
Comienza
a escucharse una música perturbadora. “¿Cuencos tibetanos?” – piensa la niña.
La niña ha pasado varios viernes de pequeña en casa de su abuelo, viendo como
hace música con un viejo cuenco tibetano. A pesar de ser un bosque tétrico se
siente como en casa.
Sigue
avanzando al ritmo de la música. No hay seres vivos. No hay animales ni
cabañas. Es un bosque que todavía no ha sido destrozado por la mano humana.
Deja de avanzar al ver una esplanada cubierta por hojas secas y césped mal
cuidado. Ve una roca en el medio y se sienta mirando el vacío cielo. Sin
estrellas ni luna. De repente empiezan a caer amapolas de un rojo intenso del cielo.
Lluvia de amapolas, cuencos tibetanos y una niña disfrutando de su soledad. Las
amapolas mueren al tocar el césped, como si el trayecto del cielo al suelo
fuera el simbolismo más puro de la vida. La niña disfruta tumbada en el suelo,
hasta que le cae una amapola en la cara. La amapola se muere, los cuencos
tibetanos dejan de sonar y un grito ahogado llena el ambiente. Es el grito de
una mujer.
La
niña es un fantasma y se mueve cuidando el bosque como si fuera suyo. Se
levanta resuelta, atravesando cada árbol con el que se topaba. Llega a uno de
los árboles más grandes del bosque y ve a una pareja corriendo desesperada por
su vida. No los perseguía nada, pero si hay algo en ese bosque que los ha
asustado debe ser lo más terrorífico que alguien se pueda imaginar. La pareja
se separa, una bandada de cuervos recorre el oscuro bosque y un haz de luz pasa
a toda velocidad por la escena.
La
niña ya no es un fantasma. Está al lado de la mujer que vio antes, pero la niña
no lo recuerda. Se pone a llorar porque siente que algo malo va a pasar. Le da
la mano a la mujer, y la mujer parece hipnotizada, sumida en sus pensamientos.
Ella sonríe y suelta la mano de la niña, avanzando lentamente hacia un camino.
Es el mismo bosque, pero está todo lleno de una espesa niebla que no te deja
vislumbrar el fondo. La mujer desaparece y la niña llora más porque empieza a
notar que alguien la abraza por detrás. Es la mujer que antes había
desaparecido entre la niebla, pero ahora no está feliz. Es la visión de su
realidad. Tiene la cara pálida, transparente y blanquecina, y una expresión de
angustia que al verla produce nauseas. La niña no se voltea, no quiere.
Simplemente llora, y la mujer habla.
“Me
he adentrado en la niebla y he visto una sombra. Iba feliz, pensando que mi
marido ha ascendido en el trabajo y ahora es redactor jefe en la redacción.
Vinimos al bosque buscando un sitio tranquilo para charlar y hacer un picnic.
Le llamaron de la redacción y tuvo que irse, pero la noche ya se nos había
echado encima. Era su día libre y de noche, pero su vocación le llamaba y entre
varias disculpas sinceras me pidió que nos fuéramos ya porque no quería cagarla
con su reciente puesto de trabajo. Cuando estábamos recogiendo las cosas una
mujer apareció de la nada. Llevaba una túnica negra que le cubría todo el
cuerpo hasta los tobillos, y sus zapatos estaba hechos de hojas secas, ramas y
barro. Sus manos no se veían. El pelo era canoso lacio y largo, muy largo. Le
llegaba por la espalda. Me dio miedo su rostro: frívolo y distante. Tenía los ojos
completamente blancos. Sonrió mirándonos como si disfrutase la escena, y
entonces pude ver que no tenía ni un solo diente. Lo más destacado de su cara
era una cicatriz que le recorría el pómulo izquierdo, aunque más bien parecía
una herida infectada. Era verde, y estaba llena de pus. Mi marido y yo dejamos
todas las cosas y corrimos sin destino alguno por el bosque, tratando de
escapar de aquella visión. Se formó una niebla casi mágica por todo el bosque,
y perdí a mi marido entre su espesura. Mis piernas comenzaron a pesar, y mi
mente dejó de funcionar. Sonreí como si fuera la persona más feliz del mundo, y
sentía que todo era perfecto. Todo me parecía maravilloso: la niebla, el
bosque, lo de mi marido. Encontré en mitad del camino una amapola, como si
alguien la hubiera plantado allí aposta. Fui hacia ella y me fui encontrando
más. Cuando llegué al final del camino la misma anciana que nos había asustado
antes a mi marido y a mí se erguía orgullosa detrás de una mesa. Encima de la
mesa había tres frascos: uno con un líquido negro, otro con un líquido morado y
el último era una mezcla entre naranja con toques de amarillo. «Escoge», dijo
la anciana. El negro era oscuro, y el morado demasiado deslumbrante. Me llamaba
más el último, así que hipnotizada y aún sonriente fui hacia ese frasco. Me lo
bebí entero, y de golpe dejé de sonreír. La piel se me iba cayendo poco a poco,
y tenía un nudo en la garganta que me asfixiaba. Tenía muchísimo frío y de
golpe demasiado calor. Lo que en algún momento cubría mi organismo empezaba a
cobrar vida y formó un cuerpo perfecto justo a mi lado. La piel de mi mano me
estaba saludando, despidiéndose de mí, mientras yo me ahogaba cada vez más y
más. Alcancé el punto más álgido de asfixia y morí. Todavía me preguntó que la
ha pasado a mi marido. ¿Me ayudarías a buscarlo?”
La
niña sigue llorando, pensando en la mujer que murió probando un frasco mientras
estaba hipnotizada, o más bien feliz y llena de curiosidad por su contenido. Un
gato negro pasa por el bosque. La niña lo ve entre lágrimas y llora más.
A
la niña hecha mujer le gustaba trabajar como médico forense porque siempre le
ha apasionado esa labor desde que veía con su padre Castle hasta las tres de la
mañana con dieciséis años. A pesar de sus pesadillas, nunca se ha llegado a
traumar del todo, aunque la muerte de su abuela fuera algo muy significativo en
su vida y le haya costado varios años superarlo.
La
mujer salió de su casa dispuesta a volver al trabajo. Se había comido algo
rápido, ya que tenía un caso entre manos que solo le había dejado descansar
media hora. Un hombre murió asesinado por lo que parece ser una organización
criminal, y están buscando en el cuerpo indicios que los pueda llevar a alguna
pista de la que tirar. Al parecer esa organización había operado siguiendo un
patrón claro: hombres que fueran homosexuales o afeminados. Se creía que era
una organización de hombres heterosexuales, pero eso solo es una suposición muy
vaga fundada en puros prejuicios. La mujer pensaba en la frialdad que tenían
que tener los asesinos para realizar un homicidio. No lo comprendía. Ella
siempre había sido una buena persona, y muy empática, pero no conseguía ponerse
en el lugar de los criminales. Los consideraba gentuza.
Al
llegar al trabajo el hombre ya no estaba en la camilla en la que lo había
dejado.
- Fran, ¿dónde se han llevado al
hombre? No hemos terminado su autopsia.
- Me acaban de decir que tenemos un
caso que urge más, porque con la organización criminal pueden empezar por otras
pistas que han encontrado en el lugar del asesinato. Ahora creo que van a traer
a una mujer que no tienen ni idea de por donde tirar.
- Vale. ¿Cuándo la van a traer?
- Ni idea, supongo que pronto. –
responde su compañero de trabajo.
- Pues espero que me dé tiempo a ir a
por un café, porque he comido corriendo y no me ha dado la vida para más.
Quédate tu porfa.
- No te preocupes, relájate y vete a
por el café, aunque si me traes uno te lo agradecería.
La
mujer se despidió y fue hacia la máquina de café que había en el piso inferior.
Cuando iba a sacar el café de su compañero vio como la inspectora entraba con
el detective y el cadáver. “Joder, no hay tiempo para nada” – murmuró nuestra
protagonista. Tomó rápido ambos cafés y subió hacia el laboratorio.
- ¿Qué tenemos? – preguntó la mujer a
la inspectora nada más entrar al laboratorio.
- Creemos que ha muerto por asfixia o
envenenada. Se denunció su desaparición hace un par de días en el bosque que
está a varios kilómetros de aquí, pero no la hemos encontrado hasta ahora. No
hay señales de nada, y le han arrancado toda la piel. Han pasado dos días y no
hay pruebas de nada, pero ya sabéis que contra más pase el tiempo más difícil
será encontrar al hijo de puta que ha hecho esto, así que la autopsia que
teníais entre manos la hemos cambiado de planta y la termináis en otro momento.
- De acuerdo, vamos a ello Fran.
La
inspectora y el detective abandonaron la sala, dejando a los dos compañeros
trabajando. Nuestra protagonista bajó despacio la cremallera de la bolsa
mortuoria para ponerse manos a la obra, pero cuando descubrió la cara de la
mujer se volvió pálida. Se paralizó completamente. Era la mujer de su
pesadilla, la que tuvo con diez años.
- ¿Estás bien? No es la primera vez que
ves un muerto. – dice Fran.
- Tengo que ir al baño, perdona.
Se
lavó la cara, la nuca y las manos. Estaba muy nerviosa. No sabía que hacer.
Todas las pesadillas que había soñado de pequeña se proyectaban en su vida como
situaciones reales. Intentó hacer memoria de la pesadilla de esa mujer, y
recordó que estaba con su marido. “Me pidió que lo buscase” – pensó. Comenzó a
respirar cada vez más y más fuerte, como si se aproximara cada vez más un
fuerte ataque de ansiedad. “Es que es imposible, ha pasado mucho tiempo. Se le
parece, pero no puede ser ella, solo es un caso más” – intentó tranquilizarse
mentalmente, sin mucho éxito. Pasados diez minutos volvió al laboratorio.
- Joder me dejas a mí con el marrón, ya
pensaba que te habías quedado encerrada en el baño.
- Fran, lo siento, pero no puedo. Voy a
llamar a Sara para que me sustituya. Me encuentro muy mal, y no estoy en
condiciones para trabajar. Creo que son migrañas. – se excusó.
- Vale, que venga Sara. No te
preocupes, yo me ocupo. Y tú descansa, que trabajas demasiado.
Se
despidió de Fran y se fue a su casa.
Estuvo
toda la noche pensando, no pegó ojo. No sabía si ir al bosque, llamar a su
familia o dejar las cosas como estaban y no meterse en el ajo. Al final, tras muchas horas dando vueltas
decidió llamar a la inspectora, que también era muy buena amiga suya, y
preguntarle sobre el supuesto marido de la mujer.
- Hola Cristina, perdona por las horas.
¿Sabes si la mujer que nos has traído hoy tenía marido?
- ¿Me llamas a las tres de la mañana
para preguntarme algo sobre el caso? Te mato. También se ha denunciado su
desaparición, siguen buscando en el bosque, pero ya sabes lo grande que es.
- Lo siento Cristina. Muchísimas
gracias.
- Espero que te haya merecido la pena
la información, porque vaya horas hija. Buenas noches anda. – añade la
inspectora bostezando.
- Buenas noches.
La
mujer se estremeció, como siempre pasaba en todas sus pesadillas. De pequeña
tuvo varias pesadillas fuertes, aunque no muchas, y se estaban cumpliendo dos.
Se acordaba vagamente de la pesadilla del bosque, y recordó el sitio en el que
estaba desde dónde escuchó el grito ahogado de la mujer. No lo pensó mucho y
cogió el móvil, las llaves y una linterna vieja dispuesta a ir para allá.
Arrancó el coche y durante todo el camino notó como el ambiente se hacía más
pesado. Tenía miedo, pero debía ayudar en la investigación y a esa mujer que le
pidió ayuda. Aparcó y se adentró en el bosque.
Nunca
había estado en aquel bosque, pero sabía cuál era ya que era el más cercano de
su casa. No le gustaban los bosques, y nada más entrar sintió una opresión
constante y un escalofrió recorrió todo su cuerpo. No escuchaba cuencos
tibetanos, pero la música de su pesadilla era sustituida por el sonido del
viento hondeando las hojas de los árboles. Era primavera, así que las hojas
secas que llenaban en su cabeza el suelo del bosque no estaban. Hacía muchísimo
frío, pero eso no la frenó. Siguió avanzando sin rumbo alguno esperando toparse
con algún escenario familiar que la condujera a la roca donde se sentó a ver el
cielo. Entonces, se encuentra con dos bifurcaciones del mismo camino que seguía
y, como si de una señal se tratase, un cuervo pasa a toda velocidad hacia el
camino de su derecha. Recuerda los cuervos de su pesadilla y, temblorosa,
escoge el camino de la derecha. Era un pequeño sendero, sombrío y arropado con
árboles que hacían aún más luctuosa la escena. Avanzaba despacio y de repente
la vio. La esplanada de su pesadilla a lo lejos.
Decidida
fue corriendo hacia ella para intentar buscar pistas sobre el marido de la
mujer. En la esplanada no estaba la roca, pero había una silueta sentada a lo
lejos. “¿Será el marido?” – pensó. Estaba aterrorizada. Sus piernas le
temblaban, pero tenía que llegar al fin del asunto. Fue despacio hacia la
silueta, aunque todavía quedaba mucho recorrido, pero no quería arriesgarse.
- Disculpe. – dijo con un hilo de voz.
La
persona no la escuchó, así que alzó la voz para que pudiera oírla bien. No era
el marido, era la anciana que asustó a la pareja en su pesadilla. Solo tenía la
descripción que le hizo la mujer que le pidió ayuda, pero coincidía
perfectamente. Nuestra protagonista echó a correr sin mirar atrás como si le
fuera la vida en ello. Se asustó tanto que no controlaba sus piernas, pero
nunca había corrido tan rápido como aquella noche. El viento le abofeteaba la
cara y su vista se nublaba cada vez más y más, pero ella seguía corriendo.
Comenzó a llorar. Le iba a dar un ataque de ansiedad de la presión que sentía
en el pecho. No podía apenas respirar, y cuando se quiso dar cuenta la presión
en el pecho cesó. La mujer quiso escapar de su muerte y terminó chocándose de
bruces con ella. Ya no había suelo que pisar, ni se escuchaban los sonidos del
bosque. Solo había un cuerpo inerte caído desde lo alto de un peñón, y se
escuchaba el maullido de un gato negro que pasaba por la escena.
Mira por dónde, la curiosidad mató al gato pero sigue con vida al final del relato.:)
ResponderEliminarExacto! Gracias por comentar!
EliminarSinceramente un relato estremecedor de principio a fin, muy bien realizado. Yo diría un relato de terror muy psicológico con esa presencia insospechada que es el gato...Me encantó!!
ResponderEliminarmuchas gracias por comentar!!
EliminarMe ha gustado mucho. No he podido ni pestañear por querer llegar pronto al final. ¡Gracias!!
ResponderEliminarmuchísimas gracias!
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