Memorias de un colombiano
Yo tengo un fuerte problema de no
saber a dónde pertenezco. Ya antes de nacer, mi madre tuvo que abandonar su
casa porque estaba embarazada, y se fue con mi abuela pisándole los talones,
teniendo por delante doce horas en autobús. Y allá yo viví los dos primeros
años de mi vida, en Lejanías, un municipio en el departamento de Meta,
Colombia. Fue bastante salvaje porque era una zona que estaba en guerra… el
ejército y grupos armados al margen de la ley tenían una presencia bastante
fuerte. De hecho, mi madre trabajaba en la recepción de una veterinaria, cuando
un cilindro bomba explotó a tres calles del lugar. En ese momento, mi abuela
fue corriendo a buscarla para ver si estaba bien.
En ese entonces, mi padre era
militar, así que no tuve esa presencia paterna que se me hacía tan necesaria.
Pasaron los dos años, y mi madre volvió a la casa de mis abuelos. Luego mi
padre regresó del ejército y ya nos fuimos los tres a vivir a un sitio que
alquilamos. Ahí todavía no sufrí apenas, pero fuimos creciendo y a los nueve
años fue cuando comenzaron todas las mierdas que traigo encima. Resulta que mi
padre fue infiel a mi madre, y ella lo echó de la casa. Claro, yo con nueve
años no entendía que pasaba, ni por qué mi papá se fue a vivir a otra ciudad a
cuatro horas de distancia. Dada la situación, comencé a volverme bastante
agresivo. Siempre me peleaba, me saltaba las clases… sentía que estaba
perdiendo un rumbo no solo físico, sino también mental y sentimental.
Así pasó un año, y mis padres
lograron reconciliarse. Sin embargo, comenzamos a pasar serios apuros
económicos ya que mi papá se quedó sin trabajo, y el trabajo de mi madre solo
alcanzaba para el alquiler y poco más. Mi padre comenzó a trabajar en algo que
era ilegal, transportando personas en su moto como si fuera un taxi, un trabajo
no regulado en Colombia, y con lo poco que ganaba compraba algo de comida.
Pasamos como tres meses comiendo alitas de pollo de distinta manera, y mientras
mi hermana y yo nos preguntábamos todo el tiempo por qué siempre comíamos lo
mismo.
Logramos estabilizarnos y nos
enteramos de algo que nos descolocó por completo: mi padre había tenido otra
hija en una infidelidad hacia mi madre. Yo lo encajé bien, pero mi hermana no.
De hecho, mi hermanastra vino a pasar con nosotros las navidades, y mientras yo
trataba bien a ambas, mi hermana era muy mala con ella. Supongo que ella, con
sus once años, sentía que la iban a reemplazar, pero mi hermanastra no tenía la
culpa de eso. Ella solo nació.
Ya con dieciséis años, todo
termina de explotar. Debemos salir del país porque iban a asesinar a toda mi
familia. Nos perseguían porque al hermano de mi padre lo mataron por denunciar
corrupción en el Ayuntamiento. La alcaldesa tenía nexos paramilitares, y al
hermano de mi padre le llegaron amenazas, hasta que las amenazas se hicieron
realidad.
Nosotros no sabíamos qué hacer
más que movernos por Colombia huyendo de esa gente, pero cuando se nos agotó
Colombia tuvimos que cambiar de país. Mi madre viaja primero a Israel para
poder ayudarnos con el dinero y mandar los pasajes para mi padre, mi hermana y
para mí, mientras que mi papá ahorraba e iba poco a poco vendiendo las cosas de
la casa. Cuando mi mamá se fue, yo no lo pude encajar en mi vida y me quedé en
mi habitación sin comer ni beber nada, simplemente encerrado y llorando durante
tres días. Aunque tenía un pilar muy importante en la casa, mi abuela, que se
vino cuando se fue mi madre. También, otro de mis pilares era una chica con la
que estaba saliendo, con la que hice mi primer mes en todo: en salir juntos a
comer, presentársela a mis padres… Sin embargo, esa chica me deja, y mi abuela
tuvo que irse a cuidar a mi abuelo, que estaba enfermo. A él le dio un ictus y
se le congeló la mitad del cuerpo. Fue así como en un lapso de tiempo de quince
días perdí a las tres mujeres más importantes de mi vida. Algo que, sin duda,
fue devastador. Dejé de cuidarme a mí mismo, y fui cayendo más y más en el
mundo del sexo, las drogas y la fiesta. Comencé a hacerle daño a muchas
personas, un tipo de daño psicológico, y a medida que crecía en seguridad,
también crecía en inseguridades.
Entonces, comienza la travesía
hacia Israel, y fueron tiempos extraños porque yo aún no me lo creía. Estaba
como en trance, y me fui de Colombia con muchas cosas pendientes, que a día de
hoy tengo que solventar, porque son temas que me agobian y aterran al mismo
tiempo. Ya en Israel no nos dejaron pasar. Los de migración iban seleccionando
al azar quien entraba y quien no, y siempre seguían el mismo patrón: uno sí,
uno no, uno sí, uno no… A nosotros nos tocó el no y nos mandaron a un CIE
(Centro de Internamiento del Extranjero), después de que yo sufriera un ataque,
no sé si de pánico o porque entré en shock, pero no podía ni caminar ni
respirar bien. En todo ese tiempo, desde que mi mamá se fue, yo me sentía el
rey del mundo, pero la vida me asentó un puñetazo recordándome que no soy más
que un esclavo, y creo que por eso me dio ese ataque durante tres días.
Estábamos internados en una
habitación con literas, un baño y un lavabo, y estuve ahí tirado durante tres
días hasta que volví en mí mismo, y pude ayudar a mi padre y a mi hermana a
comunicarse mediante mi dominio del inglés. Al cabo de tres días, mi padre
solicitó asilo político en Israel y nos dieron unas hojas en inglés que debíamos
rellenar.
En ese maldito CIE hubo una
característica que me marcó, y es que las habitaciones estaban divididas por
puertas bastante gruesas de acero, de unos diez centímetros, que separaban salas
insonorizadas. Entonces, los cabrones del CIE, bastante tarde en la noche,
abrían las puertas y las dejaban caer, generando un ruido atroz que hoy en día
me persigue.
Aún no nos daban respuesta, pero
nos cambiaron a una celda algo más amplia. El tema comida fue lo más difícil en
esos 20-30 días, porque de desayuno y cena nos daban un pan relleno de cosas,
que hasta día de hoy no sé que eran, pero eran sacados directamente de la
nevera. Estaba frío, y a veces congelado. También nos daban un té bastante
insípido y asqueroso. Mi padre dijo que no trajeran esa porquería, y en vez de
té nos trajeron agua, pero era agua salada. Allá en Israel, no entiendo por
qué, la puta agua era salada.
Van pasando los días y las
semanas, y seguíamos sin respuesta. Nos sacaban una vez al patio unos veinte
minutos para recibir el sol, y luego nos devolvían a las celdas. En una de
esas, vimos que había una máquina de Coca Cola en el patio. Entonces, mi padre
llevaba dólares, y pues queríamos comprar una Coca Cola, pero la máquina solo
podía recibir Shekels, la moneda de Israel. Entonces, una chica del CIE,
muy buena gente, nos dijo que nos podía hacer el favor de cambiarnos los
dólares en el aeropuerto, pero los de seguridad no la dejaron, así que nos
quedamos sin Coca Cola. Al día siguiente, los cabrones ya sabían que queríamos
Coca Cola y en el patio se sacaban una Coca Cola, le daban un sorbo, y la
dejaban ahí. Y otro, el más cabrón, pidió la Coca Cola, le dio un sorbo, y
comenzó a tirarla enfrente de nosotros.
Luego, tuvimos la visita de la
jefa de mi mamá, que nos llevó ropa para el frío y chuches para nosotros. Eso
fue algo muy lindo… *llora* Claro, mi mamá no podía ir porque ella no tenía la
documentación allá en Israel, entonces tuvo que enviar a su jefa, que hablaba
castellano y hebreo porque era de nacionalidad argentina.
A los quince días, mi hermana se
vino abajo completamente. Estaba muy devastada, y lloraba todo el día hasta que
se quedaba dormida en la noche. Yo no podía dormir, y ahí comenzó también mi
problema de insomnio, pues dormía unas dos horas al día. Y fue una noche que,
entre las tres y cuatro de la mañana, escuché a mi papá llorar. Yo claro, en
ese momento, tenía diecisiete años y seguía viendo a mis padres como a mis
héroes, hasta que creces y te das cuenta de que son personas y cometen errores,
pero yo eso con diecisiete años no lo veía. A mi me tocó escuchar a mi padre
llorar y eso me obligó a madurar y a ocultar lo que verdaderamente siento,
porque en ese momento me atribuí el papel de no llorar y aparentar que todo
estaba medianamente bien, por mi familia. A día de hoy yo no puedo expresarme
correctamente debido a esto.
Entonces, a mi madre le
recomendaron que contratara a un abogado para que su caso saliera mejor, y mis
padres tenían que dar 8.000 dólares. Mi papá los tenía, y se los dio al
abogado, pero el juicio no salió bien, salió desfavorable y perdimos todo ese
dinero.
Y ya llegó el esperado día de
volver a Colombia. Nos sentimos aliviados porque ya iba a acabar tanto
sufrimiento, pero por otra parte tristes porque mi mamá seguía allá. Nuestras
maletas las devolvieron a Colombia, y cada uno llevaba su maletín con unas
cinco prendas de ropa. Llegamos a Barajas y nos bajamos los últimos por
petición de mi padre porque pues, como íbamos deportados, la policía te
esperaba en la puerta al salir del avión para decirte que no eres bienvenido al
país, y así fue.
Nos llevaron al CIE y ya había
pasado la hora de cenar, pero la policía fue buena gente y nos trajeron tres
recipientes con carne de hamburguesa, patatas y ensalada, y mi hermana cuando
vio eso se puso a llorar.
Ya pasó el tiempo y mi padre
tenía que hablar con la trabajadora social, porque nuestro ticket decía de
Madrid a Bogotá, y eso está como a quince horas de la ciudad donde vivían mis
abuelos. Esas quince horas en autobús, con tantas paradas y cambios de
temperatura, se nos harían insoportables, pues mi hermana tenía un
desequilibrio mental bastante fuerte, mi papá iba con la presión alta y yo,
aparte de hemorroides, cuando respiraba profundo me mareaba.
Entonces él fue a la trabajadora
social para pedirle si podía cambiar los pasajes de Madrid-Bogotá a
Madrid-Cali, que ya son 45 minutos y no se nos haría tan pesado. Ella dijo que
sin problema pero nos recomendó pedir asilo político en España. Mi padre lo
hizo, y nos trasladaron a otro CIE, pues en el que estábamos era para personas
que iban a deportar. En ese CIE había gente de África, sobre todo, y nos
encontramos con un venezolano, una colombiana y una dominicana con los que
hicimos amistad. A los tres le aprobaron la solicitud, y se fueron, y nosotros
nos hicimos amigos de una gente de Sudán del Sur. Ellos eran una madre y tres
hermanos, y estaban pidiendo asilo porque a la menor iban a realizarle una
castración genital, y ella solo quería continuar sus estudios universitarios,
por lo que escogieron como destino Francia para poder hacer sus vidas con
normalidad. A ellos también les aprobaron la solicitud.
Ya por fin nuestra solicitud
entró en trámite, y fue cuando nos explicaron el procedimiento. Nos dijeron que
nos iban a llevar a un hostal, y ahí la Cruz Roja se iba a hacer cargo de
nosotros mientras buscaban a otra ONG para ello. Cuando ya por fin entramos a
Madrid, llegamos a nuestro hostal, el Welcome, donde todo era naves a
las afueras, un lugar muy deshabitado.
En el hostal duramos alrededor de
veinte días. Una vez que los de Cruz Roja te pasan a otra ONG, es cuando te
asignan un piso, o una casa comunitaria, y a nosotros nos tocó irnos a un
pueblo costero junto a otra familia de venezolanos con los que compartíamos
piso. Fue bastante solitario, porque mi papá se buscaba la vida como podía, mi
hermana se encerraba en su habitación, y los venezolanos la mayor parte del
tiempo no estaban.
Mientras estaba en el Welcome y volvía a tener conexión a Internet, volví a hablar con una chica que conocí en un grupo de libros, de la que me enamoré profundamente. Era un amor bastante platónico, porque apenas nos veíamos. Durante el periodo que pasé en el hostal, me hice su novio. Ella fue la primera chica a la que le dije “Te amo”, pero estar separados a 8.000 km de distancia era muy duro. La chica tenía bastantes problemas, y yo no podía ofrecerle tan siquiera un hombro en el que llorar. Por eso, y por el bien de ambos, decidí terminar con ella, tomando esa decisión por lo dos. Yo en ese entonces, tenía diazepam, y me encontraba tan mal que me tomé una lámina entera con Sunny, pensando que así podría acabar con mi vida. Al final, una lámina no fue suficiente, no alcanzó la dosis y solo me desmayé y vomité todo mi suéter. Lo más duro fue despertar al día siguiente, porque siento que ese día ya morí. Es por eso que no le tengo miedo a la muerte, porque yo ya me morí una vez.
FIRMADO: un colombiano.
Increíble el relato que has creado Aira! Demasiado verosímil! y totalmente emocionante, de la primera a la última palabra!! Felicitaciones por tu gran escritura!!
ResponderEliminarNo es un relato, lamentablemente es la realidad de un chico colombiano...
EliminarMadre mía, Aira. Menuda historia. Gracias por darle voz...
ResponderEliminara ti por tomarte el tiempo de leerlo!
EliminarHay historias en verdad terribles y sumamente dolorosas, como esta. Pero mientras no nos sea indiferente el dolor ajeno, hay una esperanza , se encenderá una luz.
ResponderEliminarUn abrazo.
un abrazo también para ti
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